Belen Franco Contacto
 
   
 
     
 

Texto del catálogo de la exposición. Galería Columela (Madrid)
Enero-Febrero 1993

En uno de los paisajes de Belén Franco, una muchacha que camina de espaldas al espectador, se adentra en una vasta campiña. El plano medio, allí donde el camino se pierde, ciñe su figura coma un cinturón desatado. Al fondo, las montañas son otro paisaje distinto, lejano, en el que el esplendor del mediodía, de la implacable luz española, convierte las rocas en aire, estremece de irrealidad la patente, recalcada, realidad de la piedra. Tal es el horizonte que contempla la muchacha. Si el paisaje próximo, aquel sobre el que se asientan sus pies, parece formar parte de si misma, aquel otro que contemplan sus ojos ni siquiera parece formar parte del lienzo. Corno si el lienzo se hubiera rasgado en su extremo superior para dejar entrar el paisaje luminoso de la sierra, como si a los ojos deslumbrados de la muchacha ese trozo de lienzo fuera una ventana sin consistencia material por entre cuyas hojas abiertas penetra el paisaje a raudales, la luz desbordada.

Para Belén Franco la seducción del paisaje es tan poderosa como cegadora es para la muchacha la presencia de las rocas desbaratadas por la luz. El itinerario de la muchacha es trasunto del itinerario de la pintora a lo largo de esta exposición. Corno ella, Belén Franco se aproxima paso a paso a ese horizonte de piedra hasta hacerlo suyo. El geógrafo Plinio decía que en España se hallan piedras que tantas veces como se rompen, tantas adoptan la imagen de la palma de la mano. Cuadro a cuadro, Belén Franco logra que su fascinación ante el paisaje, su aceptación jubilosa y entrega, se deshaga entre sus dedos y se rehaga con las líneas inscritas en la palma de su mano. Como la muchacha del cuadro, iniciará su camino en las horas veladas del mediodía y lo concluirá entre las sombras desveladoras y matizadas del atardecer, al tiempo que su ánimo espoleado en los inicios por una entusiasta alegría de vivir se transfigurará en sosegada melancolía. En Fin de la jornada, el paisaje, su seducción, aún le puede. La muchacha se sitúa frente al paisaje con su traje negro, flanqueada por una viga de madera, situada sobre un suelo geométrico de baldosas blancas y negras. La muchacha que estaba en el camino se ha detenido a mirar. La mirada en el interior del cuadro poco a poco se distancia de lo que ve, de esa presencia avasalladora de la sierra, de lo real, hasta hacerse casi irreal. Los negros y blancos del primer plano, con su orden de color diferente al de la naturaleza, componen junto a la línea recta de la viga un marco interno. La luz de la sierra, los azules y violetas, avanzan hasta primer término, con contenidos por ese marco pintado que sostiene la mirada.
En La Cena de verano el paisaje de fondo se simplifica. La luz nocturna solo conserva los rojos y los azules. El marco arquitectónico ha conseguido fijar ese paisaje, casi filtrarlo. El pelo de la muchacha de la izquierda es un paisaje en si. Corno el mantel levantado por el viento. Es la naturaleza, el paisaje, quien contempla, esta vez, a las figuras.

Gusta Belén Franco pintar aquellos instantes por los que la vida merece la pena de ser vivida, los momentos gratos, tocados par la felicidad. En La loca del mar las ganas de vivir distorsionan el cuerpo de la muchacha coma una explosión. La muchacha, en postura inverosímil, es toda vivacidad. Tras ella, en el mar, vertical, se simultanean los tres momentos de la ola. El lomo que se alza, que se rompe, que se deshace en espuma. Es un canto a la vida alegre y desbordante. Los peces bailan alrededor de la muchacha tiñendo con su color el agua y el aire. También su pelo baila. Las manifestaciones de la vida están captadas al tiempo, se alzan frontalmente, desprovistas de una perspectiva clásica, inundando el espacio del espectador. Nada esta congelado. Todo es acción. También la caricia de la luz en el pecho que revela planos casi cubistas. Una acción que se contiene, que se convierte en postura y actitud, en el doble cuadro de El cellista y La violinista. No es un díptico pero reclama una colocación especial, formando el uno con el otro esquinazo, de modo que el espacio de ambos cuadros se prolonga en el espacio exterior. Las miradas que se acechan para entrar al unísono crean una armonía o concordancia pictórica que atraviesa el espacio de fuera. El espacio del fondo ha desaparecido. La atención se concentra en la tensión del cuerpo y en el momento anterior a la comparecencia de la música. En La mujer cantando con caracol, la tensión de los músicos anteriores se ha refugiado en su sien. El pecho, bellísimo, es un verdadero paisaje sobre el que la guitarra descansa. La oquedad del instrumento que oculta el vientre, la boca abierta, el vacío, contienen ese silencio que se adivinaba en los músicos anteriores fuera del cuadro y que esta vez se introduce dentro de él.

En Adán y Eva el paisaje no es fondo sino primerísimo plano del que las figuras son fondo. Un tapiz de hojas, luz y carne, una enramada en la que la naturaleza y lo humano se confunden, sosteniendo la tentación de cada cual, nos propone una interpretación innovadora del tema.
Con Adán y Eva, Belén Franco consigue que esa fascinación inicial del paisaje, que la seducción del mundo real, pierda toda traza de imposición y se encarne en una sensación interior, profundamente original. Las montañas lejanas que contemplaba la muchacha del primer cuadro, esas realidades duras como rocas se han deshecho y como las piedras de las que habla Plinio han adoptado suavemente la forma de la palma de sus mano. El camino de la muchacha ha sido un camino de aproximación, de cercanía cada vez mas íntima. Insensiblemente detrás de cada paisaje se esconde un bodegón.
En Mercado de telas en el desierto el paisaje se tiñe de un color subjetivo. Las figuras casi están ausentes. La telas son las protagonistas del cuadro. El viento les otorga vida propia. Las olas del mar, la explosión de alegría, vida y goce visual de La loca del mar prenden de nuevo en las telas, convertidas en objetos naturales. Es un bodegón múltiple, un paisaje múltiple también, donde la mirada acota lo cotidiano y descubre en lo inanimado el palpito de la vida, allí donde la sabiduría de lo artesano ha sabido abolir los limites entre el arte y la artesanía y casi entre la acción del hombre y la naturaleza.
Todas estas sensaciones se concretarán aún más en el Bodegón con jazmines, de entonación japonesa, donde la bandeja lacada en negro, los pétalos y la rugosidad del limón constituyen una búsqueda de la belleza más simple y directa a través del color.
En el Bodegón con melocotones el espacio clásico, deudor de la perspectiva, se ensambla con otro espacio de maneras matissianas, sin perder verosimilitud, creando una doble sensación de plenitud y superposición, reunidas en la transparencia de la luz en el cristal del frutero que se derrama por todo el cuadro. Es un bodegón muy valiente de colores. El morado del tapete y los rojos y amarillos de los frutos no permiten adivinar el dibujo que originó la pintura. Dibujo y pintura se confunden.
He empleado el término valiente y realmente la pintura de Belén lo es. No hace siempre lo mismo. Le inquietan planteamientos distintos. Con La Torre de Babel y la Serie de los pecados capitales tantea la invención de un mundo que no existe. En el caso de Los Pecados se puede comprobar su capacidad para crear una iconografía original en tema tan clásico. En La avaricia el pelo se prolonga en un cuervo y en La gula es sorprendente ese fondo de intestinos, paisaje brutal, arrancado del cuerpo. En La Torre de Babel, la misteriosa escalera interior, su inquietante penumbra, nos conduce hacia un mundo cada vez mas propio, intimo y personal. Es el mundo de Las Lectoras.
En Las Lectoras suspende sus preocupaciones tan clásicas por el paisaje, la perspectiva, los temas, la figura humana. Abandona esas preocupaciones fuera del cuadro y se deja llevar por las sensaciones. Las tres figuras están contempladas como fragmentos, en su intimidad. En los colores planos se desmayan la concentración y el silencio, el trato entregado con el libro, la quietud. Las curvas contienen las figuras formando bloques rotundos. La belleza y amargura de los limones, tan repetidos en los cuadros anteriores, invade estos rostros.
La fascinación hacia lo exterior se ha transformado en una mirada interior y, en su soledad, las tres lectoras sostienen un libro tras el cual se adivinan las líneas de las palmas de las manos, donde melancólicamente el mundo se deshace.

Ramón Mayrata

2ª Texto del catálogo de la exposición. Galería Columela (Madrid)
Enero-Febrero 1993

Me dejas, vida, con los limones
tan amargos, pero
brillando tan amarillos

Explicar lo visible. Explicar lo que es una explicaci6n en si misma ¿Describir? ¿Acentuar? ¿Subrayar?
¿Vivir en el mejor de los mundos posibles? La felicidad, la paz están ahí aparentemente tan cerca y luego, luego pasan con su aletear imperceptible, nos sonríen y cuando respiramos hondo para llenarnos de los remolinos de aire que provocan, desaparecen. Tantas veces caen sobre nosotros los problemas obligándonos a una triple lucha de resolución, de aguante, de decisión de aprendizaje. Porque si todo ese sufrimiento que tanto bien externo e interno destruye no conlleva un mínimo de aprendizaje ya nada merece la pena, si es que lo ha merecido alguna vez.

Esta es la razón última de mis pinturas. Guardo aquellos momentos, aquellas ideas, aquellas sensaciones, visiones y, si pudiera expresarse con la pintura, músicas y escuchas que facilitarán la vida. Por eso la relación entre cuadros tan “jocundos” como La Loca del mar o tan melancólicos como La mujer que canta con un caracol o tan simbólicos como Los pecados, La Torre de Babel o Adán y Eva es mucho mas fuerte de lo que podría parecer en un principio. En estos últimos hay una misma razón de base: la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza son la antítesis de fundirse con las cosas y olvidarse de uno mismo. El acierto de la definición clásica de los pecados capitales, aun no siendo yo persona religiosa es, a mi modo de ver, tan acertado como el propio símbolo de la Torre de Babel. El esfuerzo inútil y destructivo, el vacío de los sentidos, el corte entre las visiones de los sentidos al cerebro y al corazón, la ceguera, la incapacidad de disfrutar de lo poco disfrutable, la pérdida de uno mismo en problemas finalmente estúpidos, puesto que solo hay un problema: vivir. Problema más extraño cuanto que lleva en si mismo la solución: vivir. Tanto más extraño cuanto que su permanencia o solución son también problema. En el cuadro de Adán y Eva intento explicar también la importancia del lugar al que se mira. La soledad de la decisión y de la tentaci6n. El mirar a la serpiente o el mirar a la manzana, ¿qué es mas peligroso? ¿qué nos mantendrá en el Paraíso o nos sacara de él?

Busco al final, como la pintura de otras épocas, razones muy cercanas a lo moralizante, situando a la moral en la conciencia vital, no en la religiosa. La conciencia que nos facilitará, aprendiendo a través de la experiencia sensual, intelectual o estética, un camino de intento de gozo, un canto de alegría. Pero a pesar de todo, existe la angustia: que su presencia sirva como recuerdo de caminos por donde yo no quiero transitar sin razones poderosas. Como los limones en los bodegones flamencos, tan jugosos y refrescantes y, sin embargo, tan amargos, podrían no serlo. Podríamos vivir en el mejor de los mundos posibles y, sin embargo, no podemos. Fijémonos tan solo en lo que nos hace sentirlos como posibles.

Belén Franco

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